Formas de querer
Estábamos en clase de educación física y había dispuesto una serie de ambientes retadores que invitaban al desplazamiento a través de ciertos movimientos. Les gustan los retos y aunque algunos niños generan competencias para ver quién lo hace más rápido o quién salta más alto, observó con más frecuencia que estas actividades tienen una manera de generar en ellos exigencias personales, se retan a sí mismos para lograr movimientos más complejos que luego se convierten en movimientos creativos. La confianza que experimentan al lograr algo por sí mismos les impulsa a hacerlo de forma más compleja y luego a inventar otras maneras.
Había dispuesto un circuito en el que los objetos ubicados en cada una de las estaciones generaban retos de movimiento. Así, iniciaban caminando pisando una cuerda, luego gateaban sobre colchonetas, saltaban por encima de varios palos de escoba (de diferente altura), un espacio para reptar y finalizaban escalando una torre de colchonetas. Todos los niños y las niñas estaban fascinados atravesando los obstáculos, cada quien a su ritmo y con su manera singular de hacerlo. Los observaba realizando el recorrido, organizando los objetos cuando se movían del lugar o incluso ayudando a los compañeros y mostrándoles cómo hacerlo. Si bien se retan a sí mismos suelen llamarme con frecuencia para mostrarme que lo lograron o que inventaron otra manera de hacerlo. Ser vistos es tan importante como lograr los movimientos, cada vez que lo logran buscan siempre una mirada, alguien que se dé cuenta de lo que hicieron, de hecho, la confianza y la satisfacción nace en ese brillo de sus ojos cuando se encuentran con un otro que los ha visto y les celebra sus habilidades y aprendizajes.
Mientras todos mostraban una gran autonomía en la clase, para Luisa los retos se le complicaban un poco. La acompañé durante algunos recorridos y mientras yo estaba a su lado atravesaba los obstáculos a su manera, sin embargo, cuando me acercaba a otros niños y niñas ella se quedaba quieta, se sentaba en el piso y no se movía. Se me presentó como extraño este comportamiento, porque si bien a ella se le dificultan algunos movimientos ya habíamos avanzado en independencia y ella seguía el recorrido pasando los obstáculos de maneras en las que se sentía más cómoda, como por ejemplo en lugar de caminar pisando la cuerda caminaba al lado, o en lugar de saltar daba pasos amplios. Pero en aquella oportunidad se resistía a hacer el recorrido sin mi compañía, y tampoco lo hacía si no le daba la mano.
¿Qué pasó con la independencia que había ganado Luisa? Esta pregunta insistía y yo buscaba en sus movimientos, en su cuerpo, en sus gestos intentos de resolverla, pero nada. Apenas arañaba conjeturas.Abierta como había quedado, esta pregunta no dejaba de buscarme. Hasta el día en que me descubrí responsable.
Luisa tiene cuatro años y tiene diagnóstico de síndrome de down. Es muy tierna, cariñosa y sonríe con mucha frecuencia. Es mucho más pequeña que sus compañeros y aunque aún no habla de forma inteligible, la escuchó balbucear, gritar, hacer gestos o mover su lengua como intentando comunicarse de otras maneras. A veces sospecho que la risa es un lenguaje que domina y que se comunica a través de ella, solo que aún no he podido descifrar cada una de sus maneras de sonreír.
Cuando ingresó al colegio me interesaba mucho que entrara en relación con sus compañeros. Al principio era muy observada por ellos y con frecuencia los niños me decían que Luisa les sacaba la lengua, que era brusca, que gritaba, que se ensuciaba o que sujetaba la comida con las manos. Hacían notar en sus comentarios la insistencia en su diferencia. Además, Luisa permanecía un poco aislada de los demás niños y niñas, buscaba siempre la manera de estar sola o con alguna maestra.
Hablé con los niños y las niñas y les expliqué que cada uno es diferente, les mencioné que todos tenemos algo en nuestro cuerpo que nos hace diferentes a los demás y que nos gustan cosas diferentes. Les mencioné que el colegio es un lugar donde nos encontramos para aprender cada uno desde su diferencia. Les conté un poco acerca de mí y de cómo siento que soy diferente y luego los invité a que narraran qué los hacía diferentes. Juliana mencionó que ella tiene una cicatriz en uno de sus dedos y que los demás tienen sus dedos sin cicatrices, Cielo nos contó que un día se vomitó comiendo naranja y que desde ese día no le gustan las naranjas mientras que a todos los demás si. Daniel dijo que a él le gustaba jugar a Mario car mientras que su hermana prefería candy crush. Isabel dijo que a ella le gustaba mucho la música de Shakira mientras que a su papá le gustaban las rancheras. Y entre ellos mismos señalaron que a algunos les gustan los juegos de zombies, a otros los juegos de perritos, a otros los de gatos y a otros los juegos que se hacían en el parque. Fue entonces cuando les comenté que Luisa también era diferente, que le gustaban otros juegos y que hacía sus tareas de forma diferente. Les dije que ella también iba al colegio a aprender y que todos podíamos enseñarle, ayudarla y cuidarla, sin embargo les mencioné que ella era como una bebé que estaba creciendo y aprendiendo y que podíamos descubrir qué cosas le gustan mientras también la cuidábamos y le enseñábamos.
Mis palabras tuvieron efectos, y he presenciado los más bellos actos de empatía para con Luisa. Los niños la llevan al parque y la cuidan -a veces de forma exagerada-, en cuanto llega al colegio le cargan la maleta y se la acomodan en una de las sillas, todos quieren sentarse junto a ella para ayudarla. Las niñas le tararean canciones, le prestan sus juguetes, le hablan sonriendo (así sea para explicarle una tarea). Están muy pendientes de ella, a cada rato le acarician las mejillas, le hacen muecas para hacerla sonreír y juegan a cubrirse la cara y preguntar dónde está la bebé para luego descubrirse diciendo aquí está. Observaron que le gusta mucho bailar y jugar con globos, así que me pedían muy seguido globos de colores y poner música para bailar con ella. He visto cómo la cuidan en el descanso, la alzan, le acarician el cabello, le hacen el juego del avioncito para que ella coma y tal como se los dije la tratan como a una bebé.
Por supuesto esto permitió que ella se sintiera cómoda en el colegio, que entrara feliz a su salón de clases, que dejará de llorar en la puerta cuando debía de separarse de su mamá. Es más, ella misma empezó a buscar a las niñas para acariciarlas y sonreírles y, a veces les dice algo que suena como: ¡buu! las niñas entienden y juegan con ella. Así mismo le permitió sentirse segura y confiada en el colegio. Le emocionaba subir y bajar un pequeño muro (de diez centímetros) y aunque a veces los niños le ayudaban, también disfrutaba hacerlo sola. Celebraba efusivamente aplaudiendo y saltando cada vez que conseguía subir y bajar de forma independiente.
Sin embargo, hay formas de querer que también empequeñecen. Al mirarla como bebé, la trataban y le hablaban como bebé y procuraban hacer todo por ella, incluso las tareas. La alzaban para sentarla en la silla, la alzaban para que saltara por encima de los palos de escoba, le cuchareaban el almuerzo, le coloreaban sus tareas, armaban figuras sencillas con las fichas de madera y se las dejaban a un lado aunque ella no jugaba con esto, la llamaban la bebé o cuando se referían a ella le ponían diminutivos a su nombre. Esto me sorprendió, como si los niños y niñas en sus acciones dejarán ver el imaginario que hay acerca de las maneras en que los adultos se relacionan con los bebés, un imaginario en el que -al parecer- ser bebé es estar arrojado a completa voluntad del otro.
Situando el alcance de mis palabras y la forma en que toman en serio cada cosa que digo, les comenté que ahora debíamos encontrar otras maneras de ayudar a Luisa, maneras en las que ella pueda hacer las cosas por sí misma. Los invité a narrar situaciones en las que ellos antes no podían hacer algo y luego lo hacían solos. Y me describieron cosas como vestirse, comer, bañarse, dar volteretas, entre otras muchas.
Aun la cuidan muchísimo y en ese cuidado como una expresión de cariño ahora le hablan tratando de enseñarle a hacer las cosas. Los escucho diciéndole que dé el paso, mostrándole cómo sentarse, le destapan la cuchara y le dicen cómo sujetarla, están enseñándole a hablar. Como el día en que estando en el recreo observé que las niñas se agruparon en una esquinita del colegio para enseñarle a Luisa a decir palabras, ella sonreía mientras las niñas le decían: di prooooofe, di co-le-gio, di coloooores, cíiiiirculo. Luisa hacía sonidos como intentando seguir el ritmo de las palabras y las niñas emocionadas le decían: ¡muy bien! ya casi vas a aprender a hablar.
Me encanta esta historia, sentir y observar esa empatía, amor y cuidado hacia el otro, ayudar en su independencia a Luisa. ! Gracias por tus narraciones...
ResponderBorrarQue precioso, aveces se ve la inclusión como algo complicado y me parece lindo que muestras que los niños y niñas lo entienden muy bien. En mi salón tambien pasa que los demás ayuden a un niño con autismo
ResponderBorrarLos niños se toman literal cada cosa que les decimos
ResponderBorrar:)
ResponderBorrarGracias Jensy, es bonito ver como se entretejen las palabras y las identidades
ResponderBorrarSon muy lindos los relatos de jardin
ResponderBorrarGran aporte en cuanto a los espacios brindados con los niños y las niñas para generar comprensiones acerca de las singularidades de cada uno.
ResponderBorrarEl gesto de reconocer la responsabilidad que se tiene sobre lo que se les dice a los niños y las niñas.