La certeza en los ojos

Iba de la mano con Martín acompañándolo en el recorrido de la clase. Los materiales estaban dispuestos sobre el espacio y los niños y niñas transitaban alegres y de forma autónoma. Se escuchaban risitas, conversaciones, juegos, interjecciones, onomatopeyas y de vez en cuando una felicitación para Martín, el estudiante con diagnóstico de autismo que iba sujetado a mi mano. La clase transcurría en su manera habitual hasta que un grito y un llanto inesperado rompe con la fluidez del movimiento. De repente todos los niños se quedan quietos observando a Sarita, quien se ha arrojado sobre una colchoneta a un lado del recorrido y de forma ruidosa y brusca va recogiendo apretadamente su cuerpo mientras sus manos se instalan en su rostro apretadas contra los ojos. En silencio, todas las miradas se ponen sobre alguien que se resiste a mirar. 


Sarita es una niña muy participativa en las clases, le encanta liderar, está pendiente de acomodar el material de la clase, propone nuevos retos y especialmente disfruta ayudar a Martín durante la clase. Suele felicitarlo con abrazos, hablarle para explicarle algún movimiento o acercar los objetos para que él realice las actividades. 


En el transcurso de esta clase se había mostrado un poco incómoda y molesta. Se peleó con las amigas porque no se movían más rápido, empezó a realizar el recorrido saltándose el orden, cambiaba algunos objetos del lugar dejándolos por fuera del recorrido, se irritaba con facilidad cada vez que debía esperar el turno y especialmente, cada vez que pasaba cerca de Martín lo hacía de forma brusca y acelerada. Algo estaba ocurriendo en ella, casi parecía que hacía esto a propósito, en gran parte porque su comportamiento parecía ser un antónimo de como era habitualmente en clase. Pese a que no expresaba con palabras su malestar había algo que se quería escapar de ella para ser dicho. 


Suelto la mano de Martín cuando la veo sentada sobre la colchoneta, con su cuerpo recogido de forma tensa, sus manos cubriendo los ojos y llorando ruidosamente. Me acerqué a ella y su cuerpo tan rígido parecía una pared. Entre los breves espacios que dejaban los dedos podía observar que Sarita apretaba sus ojos con fuerza. Me agaché y me quedé a su lado acariciándole  la espalda para que se sintiera cuidada y acompañada. Por un momento, retiró las manos de su cara, las puso sobre la colchoneta y me dijo que su mamá había muerto y que su mamá se llamaba como ella: Sarita. En cuanto me dijo eso, apretó fuertemente los ojos, los cerró con tanta fuerza que parecía querer borrarlos de su cara.


Tomé por ciertas cada una de sus palabras. Si bien, la muerte de su madre hubiera sido una noticia para todo el colegio o, como me comentó después su docente titular, que la persona que falleció no era la mamá sino la abuela. Tomé por ciertas cada una de sus palabras, porque había algo verdadero allí,  sus ojos apretados con tanta fuerza eran una certeza de algo que le dolía. Tal vez por convencionalismo sabemos que era su abuela, pero para ella tenía el valor de una mamá. 


Ella no parecía querer hablar y yo no sabía qué decir. En un momento ese cuerpo que antes gritaba y se escurría en lágrimas ahora estaba un poco más silencioso, sollozando muy bajo, y eso sí, con los ojos fuertemente apretados. Me hacía entender que algo de mi presencia le generaba efectos, estaba funcionando. En un breve instante abrió sus manos (puestas en el rostro) y por un espacio entre sus dedos me lanzó una mirada tímida, de reojo. Aproveché ese encuentro y le pregunté: ¿quieres un abrazo? No salieron palabras de ella, pero retiró sus manos del rostro y con sus ojos rojos y llenos de lágrimas movió su cabeza indicando que sí. Cuando estiré los brazos ella se colgó de mi, se aferró fuertemente a mi cuerpo. Sus piernas apretadas contra mi cintura y sus brazos sujetándose entre ellos mismos como una cadena alrededor de mi cuello. Dispuse mi cuerpo como un lugar para ella, me presté para ese encuentro que se le hacía necesario. La abracé, y cuando pasé una mano por su espalda para acariciarla ella clavó su rostro en mi cuello, podía sentir sus ojos queriéndose incrustar en mi piel, como si ese espacio entre mi cabeza y mis hombros fuera un hueco por el que trataba de hundir su rostro para no ver. Estaba apretada a mi cuerpo con tanta fuerza que sentía la presión de sus brazos y sus piernas alrededor de mí, casi como si fuera un koala o un oso perezoso que se acomoda y abraza otro cuerpo con la imperiosa necesidad de quedarse ahí, se aferra por sí mismo a otro cuerpo no sé bien si para quedarse pegado o para encontrar en otro cuerpo una frontera, una piel que sirva de contención. 


Los demás niños advirtieron que estaba atendiendo a Sarita y entre ligeros murmullos y fugaces miradas siguieron realizando la clase. De hecho, algunos niños organizaron el material proponiendo nuevos retos y explicando a los demás cómo hacer el recorrido y otros, estuvieron intentando acompañar a Martín. Lo sé, porque el abrazo de Sarita duró mucho tiempo, se quedó un largo rato pegada a mi y en cuanto me puse de pie (con ella aferrada al cuerpo), los ví organizando las colchonetas, unos niños explicándole a otros cómo pasar, otros dándose las manos para ayudarse, y dos niños cargando una colchoneta hacía donde estaba Martín como persiguiéndolo con el material para que se animara a realizar los ejercicios de la clase. 


Me sentí tranquila para acompañar a Sarita y traté de romper el silencio de su voz y su mirada, cantándole casi a susurros, y luego, cuando la sentí más tranquila empecé a hablarle, le comenté lo que estaban haciendo sus compañeros. De pronto, logró desprender su cara de mi cuello para hablarme, me contó nuevamente que su mamá se llamaba Sarita, como ella, que ese era su nombre, y luego me dijo que sí se había muerto su mamá que se llamaba Sarita, entonces ella también se iba a morir. Me decía esto apretando sus ojos fuertemente. Luego me dijo que su mamá siempre le decía que ella era muy bonita  y que la quería mucho. Ya no había llanto, pero si una insistencia en no querer ver, como si ver le doliera. 


Ahora Sarita  tenía más en común que solo el nombre ¿De cuál Sarita era esa No-mirada? La niña insistía en pegar sus párpados, se resistía a ver, no sé bien, si aquello que le dolía en sus ojos, era la realidad de que no podría volver a ver a su abuela o si fuera el hecho de que su abuela dejara de verla. Esta abuela a quien ella le daba el valor de una mamá la miraba de una manera en que Sarita en sus ojos sabía que era Sarita, sentía que era Sarita, que era bonita y que la querían. Ahora sin esos ojos que la veían era casi como perder un lugar en el mundo, un poco como no saber en qué mirada ser ella. Como si de alguna manera su lugar en el mundo se abriera paso o se hubiera instalado en esa mirada de su madre -abuela- que al cerrarse borraba también un poco de ella. 


Ser profe es estar siempre dispuesto a permitir la incertidumbre, especialmente la propia, una disposición de la que no se sabe nada más, no se sabe cuándo, ni dónde, ni de qué manera se presentará y, es tan difícil de habitar porque suele llegar bruscamente y desbaratar todos los recursos o las estrategias que uno pueda tener almacenadas cual recetario. 


Estoy allí, de pie, con Sarita colgada en mi cuerpo y su rostro, tan cerquita del mio, pero sin poder verme. Cuando una contingencia empuja a tener que romper este abrazo. Martín,  sobrepasado por tanta cercanía de los niños, se ha desesperado y ha salido corriendo -casi huyendo- del lugar y se ha metido en el baño para encerrarse y gritar. Los niños llegan apresurados para advertirme de la situación, confiados en que yo voy a hacer algo. No sé cómo desprender a Sarita de mi cuerpo, para hacer que ese mismo cuerpo ahora tenga que ir a atender y contener a otro niño. Pero ese “cómo” que aparece sólo en la incertidumbre es también un boleto de salida de la misma. Hay algo que angustia a Sarita y la certeza de ese algo está puesta en sus ojos. Sospecho que le duele ver y en un intento de aliviar ese dolor y suavizar esos párpados, le pregunto si me ayudaría a tomarle fotos a los niños que están realizando la actividad. Saco mi celular, pongo la cámara y una vez la imagen de los niños aparece en la pantalla, ella desprende sus manos del cuello y mientras sujeta el celular me dice que si quiere. Suelta sus piernas y empieza a recorrer el lugar tomando fotos. 


Atiendo al niño y al regresar observo a Sarita moviéndose relajada por todo el lugar. Habla con los otros niños, les sonríe e incluso les indica cómo posar. Su mirada puesta en la pantalla del celular se despega cuando los niños le piden que les muestre la foto que ha tomado, y en ese instante se le escapan miradas fugaces a los ojos de los demás, que ahora le indican que ella -Sarita- sabe tomar fotos lindas. 


Durante dos clases más se valió de la cámara para soportar los momentos en qué ella misma no sabía qué le pasaba. Y luego, dejó de hacerlo, pero a la vez abrió sus ojos para encontrarse en la mirada de los demás. 


El “cómo” es una pregunta que afortunadamente se sostiene en la escuela y en esos momentos en que la incertidumbre parece esparcirse, es ese “cómo” el único recurso que puede también ayudar. Estoy convencida de que el cómo no está hecho para respuestas universales, soluciones para aplicar en todos los casos, es más bien una pregunta tan situada en la incertidumbre que la búsqueda de su respuesta sólo puede orientarla cada niño y niña. Pero si tengo claro el ¿con qué? el que nunca me falla: Con paciencia.



Comentarios

  1. No hay manera de aburrirse siendo profe 😜

    ResponderBorrar
  2. Cada niño es un universo... Un proceso... Una historia ... Cada profe es un universo... Un proceso... Muchas historias, dónde todo es la vida real y aunque quisiéramos que los niños no sufran, las miradas no mienten, felicitaciones Jens por ese amor a los niños y como logras acompañar y ser ese refugio seguro para cada uno de tus estudiantes.

    ResponderBorrar
  3. Al ir leyendo me sentí como Sarita, hace poco viví una ausencia y a nadie le dije nada ... Me alegra que Sarita te tenga de profe y claro Martín y todos los niños que han pasado que están y que vendrán, gracias Profe Jensi por compartir tus historias

    ResponderBorrar
  4. Escribes de una manera que va creciendo la necesidad de querer leerte más, y cuando llega el final siempre además de querer más, espero hasta que vuelvas a hacerlo, para sorprenderme de nuevo, felicitaciones Maestra y sigue con esa dedicación y paciencia.

    ResponderBorrar
  5. Cada palabra conecta con la realidad y te permite recrear y sentir la narración

    ResponderBorrar
  6. Tu abrazo fue un refugio para Sara, fue ese calor que abrigo su corazón triste. Porque si, es muy difícil perder a un ser querido y pensar que no lo podrás ver más.
    Es hermoso leer en el relato como recordaba a su abuelita diciendo que ella era bonita y que la quería mucho, pareciese que atesoraba ese recuerdo en su memoria, y tú estuviste ahí para acompañarla y escucharla.

    ResponderBorrar
  7. Se me aguaron los ojos. Quiero una profe así para mi hijo.

    ResponderBorrar
  8. Soy maestra y me transporté a mi aula con este relato

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Historias de verdad

Los niños de nadie

Secretos