Una postergada transición


Todo empezó con un grito que convocó algunas miradas. Luego, un rápido movimiento en el que unos rizos negros se escondían detrás de una columna de concreto y allí, en la sombra un llanto solitario y ruidoso. Estábamos en el momento del recreo y desde mi lugar, había podido observar que Isabella había reñido con sus compañeros y esto la había empujado al aislamiento sonoro. No era la primera vez que esto sucedía y los niños, ya acostumbrados a su llanto siguieron inmersos en su juego, mientras Isabella estaba arrojada a la invisibilidad que le traía este delgado muro de concreto. 

 

Los ojos de Isabella empezaron a buscar auxilio, y en este recorrido de su mirada se encontró con la mía. Se acercó hacía mí con sus hombros caídos y la cara inclinada, mientras suspiraba profundamente haciendo un esfuerzo por ser silenciosa, se quedó de pie esperando a que yo viera su cara inundada de lágrimas. Con una expresión de tristeza y molestia dibujada en su cara me dijo: no me gustan los niños de este colegio, no me gusta este colegio, extraño Venezuela y extraño a Antonella mi amiga de Venezuela. Esta última frase la acompañó en su llanto cada vez más desbordado. La abracé, para intentar contenerla y en ese gesto lentamente empezó a calmarse. 


Permaneció en silencio y pese a que estaba más tranquila  no quiso salir a jugar. Se quedó sentada a mi lado, decaída, con una tristeza que invadía todo su cuerpo. Intenté conversar con ella pero de su cara apenas salían leves gestos sin pronunciar palabras.

 

Se me ocurrió atender su soledad con un muñeco de peluche. La llevé al salón y estando allí a solas le mostré un peluche y le comenté que el osito se sentía solo y estaba triste. Le pregunté si ella lo podría cuidar y acompañar mientras estaba en el colegio. Los ojos de Isabella parecían haber tomado un brillo y con su mirada puesta en mi rostro movió su cabeza para indicar un sí. Le entregue el muñeco y al recibirlo lo apretó contra su cuerpo, lo rodeó con sus brazos y dejó caer su cabeza sobre él, sumergida en ese abrazo, cerró los ojos y empezó a balancearse suavemente de un lado al otro. 

De vuelta al espacio abierto, empezó a recorrer cada lugar con fluidez, confiada, como si le estuviera presentando al muñeco todo el lugar. Se lanzaba del rodadero con él, le hablaba, le cantaba, lo abrazaba constantemente e incluso, se integraba en juegos con otros niños. El cariño y cuidado que ponía en el muñeco parecía tener un efecto reparador sobre ella misma. 

 

Hacía seis meses que la familia de Isabella había migrado a Bogotá y pesé a que fue una situación difícil poco a poco habían ido encontrando estabilidad laboral. Sin embargo, se esforzaban por ahorrar dinero para poder reunir a todos los integrantes de la familia, pues en Venezuela aún permanece una hermana de Isabella. 

 

Desde el comienzo del año Isabella se notaba un poco inconforme con el colegio. Constantemente señalaba que los niños eran tontos o, que las clases eran aburridas. Cada afirmación de estas emergía en situaciones en las que los niños no seguían sus reglas de juego, no compartían juguetes, no querían jugar con ella o, dentro de las clases en las ocasiones en las que no era la primera en finalizar las actividades o, cuando le tocaba esperar su turno, esperar siempre se le hacía desesperante. Expresaba esto con enojo, mientras se cruzaba de brazos y luego se sentaba en su silla, sin la voluntad de participar de las clases o entrar en relación con los demás niños. De hecho, cuando alguna de sus compañeras se acercaba les gritaba palabras como: ¡cállate! ¡déjame sola! ¡no me hables! Haciendo notar su malestar. 

 

Estas situaciones si bien duraban poco tiempo, sucedían cotidianamente y hacían más difícil que Isabella lograra sostener el vínculo con sus compañeros.  Aunque participaba de  juegos colectivos, estos estaban sujetos a que los demás aceptaran sus reglas y algunas veces le funcionaba, sin embargo, cuando entraba en molestia el detonante parecía ser siempre el mismo: los demás no accedían a sus peticiones y ella se resistía a ceder. 

 

Lo que al comienzo era enojo, irritabilidad y molestia, fue convirtiéndose en llanto. Un llanto al que siempre respondía diciendo que los niños de este colegio eran unos tontos y que este colegio no le gustaba.  En una de estas situaciones le pregunté ¿Por qué los niños eran tontos? Y me respondió que no eran como los amigos que ella tenía en Venezuela, hizo una pausa y luego me dijo: “es que extraño Venezuela y a mis amigos de ese colegio”. Dijo esto tranquilamente y luego regresó a la actividad en la que estaba.


Después de este día, cada vez que algo le generaba malestar, decir que extrañaba Venezuela era el pasaje al llanto, un llanto desgarrador, repleto de sentimientos.  Así, todo su llanto ya fuera de tristeza, de enojo, de dolor físico o de frustración caía siempre en la misma razón. Como era un llanto cotidiano cada vez lloraba situando algo más específico. Pasó de extrañar Venezuela, a sus amigos, a su colegio, hasta que un día empezó a llorar diciendo que extrañaba a Antonella, su amiga de Venezuela. 

 

Para este momento desde el colegio ya se venía conversando con la familia y se habían consolidado acciones conjuntas que la ayudaran en este proceso. Sin embargo, el llanto por su amiga fue cada vez más recurrente y aunado a ello, empezó a ausentarse más en el colegio y cuando asistía se le notaba un poco distraída. De hecho, pese a que es una niña muy independiente para muchas cosas, se resistía a consumir su almuerzo, volviéndose rutina que el papá, en el momento en que llegaba a recogerla entraba al salón para darle el almuerzo, y ella comía muy bien, dejando ver que en esta situación de compañía si disfrutaba comer. 

 

El día del muñeco de peluche logré observar que algo había cambiado en ella, como aliviándose de algo, sintiéndose más tranquila durante la jornada escolar. Así que aproveche que al día siguiente tuve clase con el curso de ella y de forma intencionada dispuse hojas blancas sobre las mesas mientras anunciaba que iban a dibujar lo que más les gustaba del colegio. Todos estaban concentrados dibujando y mientras lo hacían me acercaba uno a uno para preguntarles sobre aquello qué se estaba plasmando. Con su rostro pegado a la hoja, sumergida en sus trazos y colores Isabella me comentó que le gustaba jugar en el parque y hacer amigos. No insistí, ni esculque en su respuesta. Seguí conversando con los demás niños y a cada tanto detenía mi mirada sobre ella. Podía observar que estaba intercambiando colores, stickers y palabras con sus compañeras. Fue un momento muy tranquilo. 

 

Luego, les dispuse plastilina mientras yo hacía una galería con los dibujos. De repente Isabella se me acerca y me dice: ¡maestra es que necesito plastilina verde! y al instante aprieta sus ojos, agita su cabeza como advirtiendo una equivocación de su parte y dice: ¡profesora! ¡Profesora Jensy es que necesito plastilina verde!Su corrección me dejó entrever algo. Le dispuse la plastilina y ella se sentó a trabajar en lo que estaba elaborando e inclusive, la compartió con una compañera. De ahí en adelante, me llamaba seguidamente, desde su silla, decía: ¡maestra! y luego hacia el gesto que advertía una equivocación y corrigiendo al instante decía: ¡profesora!, en los llamados me solicitaba material o en ocasiones lo hacía para mostrarme lo que estaba creando. Accedí a  todos sus llamados, sospechaba que enmascarado en sus solicitudes estaba ocurriendo en ella algo importante. Su gesto de corrección en el lenguaje no era un hecho menor, pues en Venezuela se le dice maestra a la figura que en nuestro colegio llamamos profesora. Esta advertencia que ella misma hacía en el uso de una palabra me hacía sospechar que estaba intentando ocupar un lugar, como descubriendo que ahora ya estaba en otro país, en otro colegio, con otros amigos y profesoras y quería alojarse en este lugar que encontraba como suyo. 

 

Cuando llegó el almuerzo todos se sentaron a comer, también Isabella. Agarró su cuchara y comió sola, es más, fue de las primeras en terminar. Me sorprendió no solo por el almuerzo, sino porque ese día no lloró, se relacionó con sus compañeros y estuvo muy tranquila y contenta durante toda la jornada escolar.

 

Cuando anunciaron que habían llegado por ella, la tomé de la mano y caminamos hasta la puerta del colegio, en ese trayecto ella me dice: “Te quiero. Este colegio es lindo. Me gusta este colegio”.

 

Ahora ya no se desborda en llanto, en su lugar habla cuando se le hace necesario.




Comentarios

  1. Los abrazos que transforman

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  2. Cuál podría ser la probabilidad que en esta diáspora venezolana, Isabela cruzará pasos con la profesora Jensy, dejando un eco tan profundo en cada alma, lograron sanar, en cada una el viaje que ha dolido; porque dejar atrás lo que amamos nos agrieta. Y aquí está el hermoso universo haciendo de la expresión "a veces", un lugar para sentir y un lugar para sanar lo sentido. A veces fuimos roca, a veces fuimos cristal. Sanar es el renacimiento, es la probabilidad de ver siete noches seguidas un cometa en dirección al infinito, esa, así de inverosímil es la probabilidad; pero los ojos que atraviesan el alma... Observan; el finito universo que está en creación.

    Maravilloso querida escritora.

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  3. Ser amables no nos cuesta mucho y si genera muchos cambios.

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  4. Hermoso, muy bien logrado. Felicitaciones
    Quiero leer más.

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  5. Una mirada atenta, una mano que acompaña, un abrazo que es refugio, una palabra que alienta, un "te quiero" de una niña que se sintió escuchada.

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  6. Maestra, Profesora, te quiero!

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